Las palabras de San Gregorio Nacianceno pueden guiarnos en nuestra celebración de las fiestas de Todos los Santos y Todas las Almas el 1 y 2 de noviembre: “¿Qué es este nuevo misterio que me rodea? Soy pequeño y grande, humilde y exaltado, mortal e inmortal, terrenal y celestial”. ¡Verdaderamente, vivimos en esa tensión!

Las lecturas de la semana desempacan el significado de su declaración al señalar tres cosas:

1) Quiénes somos: ya somos hijos amados de Dios;

2) Lo que podemos llegar a ser: podemos estar perfectamente conformados a Jesús, recibiendo Su vida divina dentro de nosotros;

3) Lo que se necesita para llegar allí: requiere un proceso de transformación y purificación.

Como leemos en 1 Juan 3:3: “si es esto lo que esperamos de él, querremos ser santos como él es santo.”

Y como dice Pablo: “el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.” (Filipenses 3:21)

¿En qué maneras podemos ser transformados de lo que somos a lo que Dios quiere que seamos?

El párrafo 78 del documento del Vaticano II “Gaudium et Spes”, que leemos en la Oficina de Lecturas esta semana, ofrece una posibilidad. Dice: ” Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.”.

¡Todos tenemos pasiones que necesitamos dominar! Pero qué pasiones necesitan más trabajo depende de una persona a otra. Para unos, es lujuria. Para otros es la ira. Para otros es gula, envidia, orgullo.

Hay una vía para la transformación. ¿Qué pasaría si durante el mes de noviembre, identificáramos una pasión que necesitamos dominar y comenzar a trabajar en ella? Los psicólogos dicen que se necesitan 90 días para establecer un nuevo hábito, por lo que probablemente nos tomara más de un mes para dominarlo. Pero esa podría ser una buena manera de comenzar nuestra transformación.

San Pablo, reflexionando sobre su propia transformación, dice: “Cualquier ganancia que tuve, he llegado a considerarla una pérdida a causa de Cristo”. No es que las cosas anteriores no fueran buenas, por si mismas. Pero: 1) simplemente no se compararon con el bien de conocer a Cristo, y 2) ¡en realidad le impidieron llegar a conocer a Cristo!

Esto nos ofrece otra ruta hacia nuestra propia transformación. ¿Qué tenemos que nos distrae de conocer y amar a Cristo? Por ejemplo, el Salmo 122 dice: “Vayamos regocijémonos a la casa del Señor”. Muchos de nosotros conocemos esa sensación cuando alguien nos ofrece sus boletos para un partido de futbol. Decimos, en efecto: “¡Vayamos a regocijarnos a la casa de los Chivas!” Pero, ¿cuántos de nosotros tenemos ese mismo sentimiento acerca de ir a misa el domingo o el Día de Todos los Santos?

¡No es que los boletos para el juego sean malos! Pero si pensamos en los boletos con más regocijo que en la Eucaristía, entonces algo en nosotros necesita purificación.

No tenemos que avergonzarnos de admitir que la mayoría de nosotros tenemos cosas así en nuestras vidas. En lugar de tratar de ocultar esas cosas, veámoslas con claridad y digamos: “Ahí es donde necesito transformación. Jesús, ayúdame a ser más como Tú allí”. Si podemos hacer eso, estaremos un paso más cerca de la santidad que Dios quiere para nosotros, y con suerte más cerca de quererla para nosotros mismos.