“Proclamen la muerte del Señor hasta que Él vuelva”. Así decía
san Pablo a los corintios (1 Corintios 11:26) en la lectura de esta
semana, en palabras que se repiten en la misa. Pienso que el mundo
podría necesitar que hiciéramos de esto nuestra disciplina diaria.
Hay
mucha fealdad en nuestro mundo. Y de alguna manera toda la fealdad se
refiere solo a diferentes formas de muerte: físicas, en las relaciones, y
algunas psicológicas. ¿Qué nos pide Dios, y qué necesita el mundo de
nosotros, al enfrentar estas diferentes formas de morir? Se nos solicita
no poner cara de felicidad, sino enfrentar cada forma de morir con
esperanza y con la confianza arraigada en la fe.
Esto sería muy
difícil si nosotros no supiéramos que cada muerte contiene la
posibilidad de la resurrección. Sin embargo, esto es exactamente lo que
la fe nos enseña. Esa fe se fortalece al recordar lo que Jesús nos
mostró en su muerte y resurrección; cómo toda la historia de la
salvación apunta en esa dirección; y cómo los mártires en la historia de
la Iglesia fueron partícipes de su muerte y resurrección. La fe,
sostenida por estos recuerdos, hace posible enfrentar con confianza
cualquier dificultad en la victoria final de Cristo. Eso es lo que el
mundo necesita de nosotros.
El Evangelio del lunes nos refuerza
esto, como también lo hace el del martes, cuando Jesús supera la muerte
al salvar al criado del centurión y al resucitar al hijo de la viuda de
Naín. El Evangelio del jueves lo consolida, cuando Jesús supera la
muerte espiritual al perdonar a la mujer pecadora. La fiesta del jueves
lo reafirma, cuando celebramos la muerte de los mártires coreanos Andrew
Kim Taegon, Paul Chong Hasand y sus acompañantes — que murieron en este
mundo y ascendieron a la vida eterna.
Sin embargo, la primera
lectura del jueves nos da la clave más importante acerca de cómo podemos
ser testigos para el mundo. Al final de la primera carta a los
corintios, san Pablo nos da una lista de todas las personas a quienes el
Señor se les había aparecido: Pedro, los doce, 500 hermanos, Santiago.
El finaliza diciendo: “y al último de todos, como a uno nacido fuera de
tiempo, se me apareció también a mí”.
Pablo habla con profunda
humildad acerca de sí mismo, pero con total confianza en Cristo
resucitado. Esto es lo que el mundo necesita de nosotros. Por lo tanto,
debemos preguntarnos: ¿Cómo se me ha aparecido el Señor?
Él se
aparece a algunas personas en visiones extraordinarias y a otros en la
oración silenciosa. Algunas personas le experimentan primera y
principalmente en el servicio a los demás, otros en la fraternidad. Él
se nos aparece a todos nosotros en la misa.
Nosotros
experimentamos al Señor de muchas maneras. La clave para cada uno de
nosotros es ser capaces de identificar cada uno de esos momentos, ser
capaces de decir, como san Pablo: “Él se apareció ante mí”.
Solamente
cuando reconocemos esto en nosotros — cuando identificamos nuestra
experiencia con Jesús resucitado — podemos ofrecerle al mundo lo que
realmente necesita para enfrentar la oscuridad. Así podremos decir, con
la convicción más profunda: “Sí, hay muerte aquí — de diferentes clases.
Es real y dolorosa. Sin embargo, les puedo decir: La muerte no tiene la
última palabra. Sé que hay una resurrección, porque Jesús se me ha
aparecido”.